El suyo es un caso especial, posiblemente único en la historia del
fútbol español. Pocas veces ha existido un reconocimiento tan
mayoritario, casi unánime, sobre la carrera profesional de un jugador.
Raúl ha sido mucho más que el estandarte del madridismo en los últimos
lustros. Si el Santiago Bernabeu siempre ha estado entregado de esos valores
intrínsecos del club que él ha defendido como pocos, en casi todos los
estadios donde ha jugado se ha destacado su comportamiento y su
profesionalidad. Es España y en todo ese mundo balompédico que ha
recorrido siempre con la cabeza alta.
Desde que entrara por la puerta del vestuario del primer equipo con 17
años, Raúl ha sido fiel a sí mismo, a sus principios. En aquel primer
partido de Zaragoza en octubre del 94 se comportó como un veterano y en
el último que disputó, precisamente en el mismo estadio de la Romareda,
lo hizo con la ilusión del chaval que empieza y se resiste al paso del
tiempo.
Casi imposible encontrar un compañero, rival, entrenador, directivo,
aficionado, incluso periodista, que no valore su trayectoria. Raúl ha
sido un ejemplo de superación permanente. Y un espejo donde mirarse para
muchos que han querido y quieren parecerse a él. Su tirunfo es el del
deportista que lo gana absolutamente todo con su trabajo, su dedicación,
su amor propio, en definitiva, su obsesivo sentido de la
profesionalidad.
Raúl puede que no haya sido un superdotado futbolístico pero se ha
comportado como tal durante toda su carrera, lo que tiene mucho más
mérito. Su palmarés está al alcance de pocos y su regularidad temporada
tras temporada sólo al alcance de los elegidos.
En los mejores momentos, a la hora de levantar los trofeos, ha
disfrutado como ninguno y cuando ha tenido que bajar la cabeza porque el
rival había sido mejor, lo ha hecho con una educación y un respeto que
le honran.
Siempre eterno, como su orgullo, como su escudo, como sus goles, como su garra, como su gloria, como su historia.